viernes, 18 de julio de 2008

La bicicleta azul


Expiraba la década de los setentas. La radio lanzaba hermosas canciones, auténticos himnos de libertad. En un día de vacaciones, de aquellos que eran inmensamente largos, de mañanas nubladas, salí temprano de casa, acompañado de mi amigo Oscar dispuestos a explorar el jardín triangular. Nuestro “equipo” constaba de una cantimplora militar llena de limonada, un frasco de mayonesa lavado para recolectar bichos, mi navaja suiza de esas que traen hasta tenedor, una linterna con pilas de medio uso, y unos binoculares 12x50 del hermano mayor de mi amigo.

El jardín triangular no estaba muy lejano de casa, pero nos parecía un lugar sumamente misterioso por la cantidad de árboles frondosos que lo habitaban. Apenas llegamos al lugar, fuimos sorprendidos por una variedad de pájaros e insectos de todos los colores y formas. Mientras Oscar trepaba a un inmenso álamo, yo me dedicaba a recolectar hormigas, catarinas, orugas y un temible gusano quemador en el frasco preparado ex profeso.

Encaramado en la copa del árbol y con los prismáticos en una mano, grito –Hey Kike, se ve mi casa, se ve mi casa desde aquí, súbete-, no con poco esfuerzo logre trepar hasta medio tronco desde donde el tupido follaje de las ramas me impedía no solo mirar hacia las casas sino también perdí de vista el suelo. Aterrado y con más trabajos empecé a bajar del álamo. El frasco de insectos ya tenía nuevos dueños.

Cuatro muchachos mayores que nosotros ya se habían apropiado de la mochila y todo nuestro “equipo”. Piolo, el Chivo, Chaparro, y Escarpita destacaban por hacer manifiesta su crueldad con cualquier pretexto. El frasco de mayonesa se lo lanzaban uno a otro alejándolo de mis manos al intentar recuperarlo, Oscar descendió a toda prisa y de inmediato se planto frente a los rijosos exigiéndoles la mochila y el frasco, -esas cosas son nuestras, dénnoslas por favor- como única respuesta, escuchamos las risotadas de los sujetos, sin embargo la risa burlona del líder (por que será que los líderes son siempre los más siniestros), me hizo temer algo peor. De un fuerte tirón, Piolo le arrancó los binoculares que traía colgados del cuello trozando el cordel del cual pendían. Abriendo la mochila verde olivo fueron sacando uno a uno cada objeto y repartiendo el botín en nuestras caras. – ¿Que tenemos aquí? Una navaja. Son muy chicos para traer esto, se pueden hacer daño-, al tiempo que agitaba la hoja principal de la Victorinox en el aire. –Una cantimplora, siempre quise tener una así-, se la empino y el líquido le escurría por las comisuras de los labios sin dejar de mirarnos.

El frasco de los insectos arrojado por el Chivo fue a estrellarse con una gran roca haciéndose añicos. La linterna corrió la misma suerte. Lo que quedo de ella, fue pisoteada con una siniestra polka de Chaparro. Mientras los secuaces le celebraban cada movimiento. –Bien escuincles les llego la hora, pónganse de rodillas-, lo hicimos verdaderamente asustados, Piolo acerco la suela de su zapato izquierdo a mi cara, -bésame los pies-, Oscar intervino poniéndose de pie, más no alcanzó a incorporarse, Escarpita y el Chivo le llovieron a patadas. Piolo lo escupió en la cara. -Pidan su último deseo- nos susurro en la cara.

Al acercar Piolo la navaja a mi garganta, por mero instinto levante el brazo derecho. El afilado perfil de la hoja me abrió una herida que empezó a sangrar profusamente. Los malhechores muchachos huyeron tan o más espantados que yo. Perdí el conocimiento. Cuando recobre la conciencia un viejo jardinero me sostenía en sus brazos. Un paliacate había parado la hemorragia. Con una manguera, y con mucho cuidado, lavo mi herida. –Sólo fue superficial, vivirás- y sonrió, dándome tranquilidad. – Esos chicos son malos, aléjense de ellos-. Camino a casa, todavía muy asustados, yo me sentía muy mal. Lastimado con mi propia navaja, humillado. Era el día más terrible hasta ese momento en mi vida. En una frutería nos sentamos a tomar un refresco, los dos del mismo envase. Ya con más calma, me dijo – ¿Cuál era tu último deseo? -, Una bicicleta, le conteste. ¿Qué? Dijo abriendo desmesuradamente los ojos. –Sí, una bicicleta, fue lo primero en que pensé-, contesté.

Al llegar a mi casa, un camión estacionado enfrente descargaba unos muebles nuevos, colgada de una de las redilas, una bicicleta azul nueva. La mire y no repare en ello. Mi asombro, fué ver que la descolgaban y la metían en mi casa. Mi madre me conforto y volvió a curar la cortada de mi brazo. No me regaño, pero me pidió que fuera más cuidadoso. Yo no le quitaba la vista a la Bimex azul ni un solo momento. –Tu padre decidió echarse esa deuda, así que cuídala mucho. Pero... pues sólo es niño una vez ¿No?-.

Estos sucesos extraños me sucedieron un día de agosto de 1979. Aún conservo la amistad de mi amigo Oscar. La bicicleta azul fue mi compañera de muchas aventuras, hasta que mi estatura no me permitió usarla. Termino sus días en casa de mis sobrinos repintada de color rojo. La cicatriz en mi brazo derecho, cada año, se hace más pequeña.

1 comentario:

Anónimo dijo...

Enrique las venganzas no son buenas... en alguna ocacion te dije que las cicatricez son huellas pra toda la vida, y tu, al decirme que el amor no es lo mismo, cuando se ama una vez siempre de los siempres se queda ahi ese sentimiento, es un fantasma que te persigue o no???. No busques venganza, eso causa infelicidad...

Enigma